Ignacio Vargas Crossley

Siempre me pone algo melancólico el final del verano. Es como el fin de una larga fiesta. La gente se suelta, en mi época hacían cosas que durante el año no. Locuras de verano, en fin, da para otro relato. La cosa es que le pregunté a la flaca si se acordaba del primer vino que probamos juntos.

Para mi sorpresa, se acordaba perfecto. Me dice que era una cepa francesa, rara, pero que había sido de viña Morandé. Y la etiqueta, no la olvidaría nunca. Era un Aventura. O una Aventura. En este caso ambos califican. En esa época yo no tomaba vino. En realidad no tomaba nada, si, incluso a mí me cuesta creerlo. En fin, hacía muy poco que había llegado a la Viña Morandé, en sus inicios y de vinos yo no cachaba nada. Así que durante esa época todo era nuevo, sorprendente, estaba haciendo el mayor descubrimiento de mi vida: el vino. Y junto a la flaca.

En esos años, mediados o fines de los 90’s, el escenario de cepas en Chile era bastante reducido. Sauvignon Blanc y Chardonnay en blancos; Merlot y Cabernet Sauvignon en tintos. Pero estaban esos vinos de Pablo Morandé, que era su propia aventura Enoarqueológica. Su ADN estaba ligado a Cauquenes a través de su familia materna. Esos vinos y parras ancestrales: Carignan, Cinsault y Portuguais Bleu (que era el que la flaca no podía recordar) eran parte de esta línea Aventura; en realidad eran más de Pablo que de la Viña. Pensar hacer esos vinos en esos años era una verdadera aventura comercial. Piensen ustedes que ¡Recién estábamos descubriendo el Carmenere!

Se me viene a la mente la visión de Pablo Morandé Lavín, tenía esa mezcla única de gran caballero y genialidad pura. Recuerdo que mi primera aproximación al vino consistió acompañar a la bodega de Pelequén, donde la Viña Morandé elaboraba sus vinos, que venían de múltiples campos y valles. Saliendo de Santiago, exactamente en el campo que estaba a los pies del Cerro de Chena, en San Bernardo, Pablo estaba plantando una viña en ese lugar. Mientras la recorríamos, me dice: “de aquí va a salir la base de un vino que he querido hacer siempre”, un vino completamente suyo. Era la base de su House of Morandé, la estrella de la viña. Ahí entendí lo que era visualizar un vino e imaginarlo, no sé, 10 años después.

Al recordar esos vinos, esos años y a Pablo, mi mentor en este fascinante mundo hace que inevitablemente piense en la brillante generación que a partir de su genialidad, transformaron su talento en la propia. Hoy Bodegas RE de la mano de sus hijos Pablo, Piedad y Macarena se han embarcado en la aventura de REcrear, REinventar y REvelar esos vinos ancestrales. En una bodega hecha a medida, se han transformado en uno de los puntos más vibrantes del Valle de Casablanca, que hace décadas el propio Pablo Morandé puso en el mapa al descubrirlo. Con mezclas impensadas, nombres ídem, son la expresión misma de la aventura que compartí con la flaca hace muchos años. Me encanta que los Morandé continúen una tradición ya centenaria en su familia, esta vez de la mano del atrevimiento y la lucidez. Y claro que recuerdo cuando bebimos ese Portugais Bleu con la flaca. Ella, enfundada en unos pantalones de cuero que recordaba algunas notas de ese vino.

El pelo al viento, la música fuerte y las risas alborotadas. Era el inicio de una aventura. Bebiendo un Aventura de Pablo Morandé.