Ignacio Vargas Crossley

Mmmmh, con La Flaca compartimos varias debilidades, por lo pronto, ella es la mía. La buena comida, las risas estridentes, la música sugerente y cocinar. Amamos cocinar. Nos gusta cocinarnos, es que es tan rica la emoción de cocinarle a alguien que quieres. Es un rito fascinante, pues no es sólo cocinar. Comienza con imaginar qué te gustaría cocinarle, ese proceso es genial. Pues al mismo tiempo imaginas que le va a encantar, se sorprenderá y se sentirá especial, me mata que sepa que lo es. Cocinar es una forma de hacer el amor, de dar amor a raudales. Luego viene pensar dónde compraré lo que no tengo en casa. La proveeduría es una buena parte de la cocina, buenos ingredientes, seleccionados y tratados con cariño. Y la música, imaginar cómo sonará ese momento es total.

Una música que no haya escuchado antes, por ejemplo. Que cada vez que la oiga nuevamente saboree ese recuerdo. Hay músicas que me transportan por completo a lugares tan vívidos, que pareciera que hubieran ocurrido ayer. Como en las palabras, elegir cómo se dice lo que se siente es un arte en sí mismo. En eso de estrenar palabras que nunca fueron dichas de esa forma, el vino ayuda; pucha que me hace hablar bonito. Y ahí con ojitos de piscina para vaciarle el alma mientras la música y esos sabores te enamoran perdidamente. Vale vivir para esos encuentros que de tan sensoriales te hacen flotar y sentir que todos los caminos te pusieron ahí.

Hablábamos de esto mismo hace unos días con La Flaca y lo mucho que nos gusta. Ahí surgió su invitación a cocinarme para seducirme. Pidió unos vinos geniales a Caleta, era que no, y todo lo que vino después fueron puros nanays para los sentidos. Eran cerca de las 7 de la tarde, la hora de la oración. Cuando hay esa luz medio azul antes de oscurecer, amo esa hora. Llego a su casita con vista al infinito, y suena una música casi narcotizante. Era muy étnica, luego cacharía que era una selección de música africana, medio tribal, que a veces parecían mantras, alucinante. Amo el lugar de La Flaca, tiene tan buen gusto, cosas que si las sacas de ahí serían quién sabe qué, pero mezcladas por ella, se transforman en artefactos muy divertidos.

Debo agregar que el lugar olía maravilloso, compró unos inciensos artesanales de algún amigo que los hace en Valparaíso, no había dejado detalles al azar. Me mira con esa carita de invitarte ida y vuelta al infierno y me pregunta: ¿te gustan las tortilleras? Vaya, pensé, ¿hora de revelaciones? Para no pecar de closed mind por supuesto que asentí. Pues bien, me dice, hoy seré tu tortillera, mientras abría los fuegos con un colosal Chardonnoir de Bodegas RE. Los Morandé de RE, juguetones ellos, literalmente le sacaron las burbujas a la mezcla clásica de un champagne tradicional. Era un blanc de noirs, como se le llama al espumante hecho con uvas tintas, como Pinot Noir, mezcladas con blancas como la Chardonnay. De ahí el nombre, mezcla de Chardonnay con Pinot Noir. Estaba colosal. Lo acompañó con unas pequeñas tortillas frías con una salsa que recordaba más a un gazpacho. Fenomenal e ingenioso. La música y los aromas de esos inciensos que eran tan ligeros y poco invasivos y que además tenían la cualidad de mutando a medida que avanzada la velada. Pensé en la ingeniería del deseo, cuando construyes y diseñas una experiencia que lo roza.

Ese detalle que quizás pudo pasar inadvertido, a mí me derritió, pues pensó no sólo a que sonara magníficamente ese encuentro, sino que oliera como nunca antes. ¡Chapeau! Luego vendría la mejor tortilla trufada que he probado jamás. Partamos con que las trufas son el diamante negro de la gastronomía. Estos hongos maravillosos que crecen bajo algunas variedades de árboles ya se cosechan en Chile, particularmente la trufa negra de perigord. Por lo regular, y en la mayoría de los restoranes, utilizan salsas de trufa artificial.

Bueno, La Flaca, sacó la pelota de la cancha y la hizo con trufas naturales… y chilenas. Alguna vez le comenté que llegaba a sentir orgasmos nasales cuando comía trufas o foie gras. Y helo aquí, en mi plato, narcotizado con los aromas de esos benditos inciensos artesanales porteños, la música que me hacía sentir el Rey León y el cuadro de la tortillera más seductora de este sistema solar. En mi copa puso un Acróbata, el vino de Jaime Roselló. Amo este vino, y me encanta Jaime, tiene tanta onda como su vino. Esta mezcla traía un poco menos Cabernet Sauvignon que anteriores que había probado, y eso la hacía un poquito más especiada por el Carmenere y jugosita y golosa por el Syrah. Estaba en el cielo y a punto de entrar al infierno, imposible mejor trance.

El postre confirmaría su estatus de tortillera de fuste, y terminaría por derretirme. Se mandó unas tortillitas calientes de frutas acompañadas del mejor helado de vainilla que he probado, no tengo el dato porque lo hace una amiga de la flaca en su casa, es decir, yo era el único ser humano en el mundo en ese mismo instante que estaba comiendo ese bendito helado.

Ahora comprenderán mis amig@s, por qué me gusta tanto mi tortillera.

¡Salud!