Por Carmen Huenante

Hay dos hechos que pavimentaron mi camino hacia la comida y el vino.

Primero: en mi familia la cocina de mi abuela es un mito. No hay nadie que no salive al rememorar los olores y sabores de la comida de la Sra. Marta. El comer cazuela de pollo de entrada y pastel de choclo como plato de fondo y comer, comer y comer… Que me perdonen los señores de McDonalds y sus fanáticos, pero las mejores papas fritas que he comido en mi vida son las que hacía mi abue. Sin grasa de pato, sin harina, sin doble fritura. Eran simplemente sus papas que se freían en una reluciente olla de aluminio.

Y aquí entra lo segundo: casi todo lo que comí en mi infancia provenía del patio de la casa. Aún recuerdo mis pies hundidos en el barro de la acequia que regaba nuestra chacra. El intenso olor vegetal de esos tomates y el terciopelo en la boca de un damasco recién cosechado, que luego golpeaba con su acidez. Esa fue la fuente inagotable de la biblioteca de sabores y aromas que guardé en mi cabeza para siempre.

Sinceramente, soy adicta a los placeres de la comida y el vino. Y como tengo suerte, mi primer trabajo como periodista fue el mejor que me podía haber tocado. Como pollo recién salido del cascarón, llegué a Santiago para hacer mi práctica profesional en lo que sería el futuro de las nuevas generaciones, y la gran novedad que venía del hemisferio norte: los sitios web de entretención.
En ese entonces, recién empezando el nuevo milenio, me encargaron el canal de la guía de restaurantes, tanto de Santiago como en la V Región. Ahí partía, cámara digital en mano, a probar las delicias que ofrecían los más prestigiosos establecimientos de la capital y de Valparaíso, donde conocí por primera vez las cocinas de Francia, India, Cuba, Perú, Japón, Italia y mucho más. Sumemos a eso los caldos provenientes del viejo mundo y los vinos locales: sinergia perfecta para el paladar.

Sin embargo, algo que nunca me dejó conforme fue la cocina local. Al parecer seguí buscando volver a sentir “la mano” de la Señora Marta en mi paladar. Y vaya que tardó en llegar.
Casi 18 años después, ya dedicada al mundo del vino, trabajé en un restaurante de mi pueblo ‒Casablanca‒ como sommelier. Solo ahí me di cuenta de que aquello que soñaba con volver a probar podía tener su versión 2.0. Sin embargo, la madurez que me embarga en estos días pide más.
Sí, quiero mucho más.
Afortunadamente algo de eso se está haciendo en Valparaíso. Me encanta el compromiso que han asumido restaurantes como “Tres Peces”, dedicándose no solo a darle una vuelta a las recetas tradicionales, sino que a trabajar con productos obtenidos de la pesca responsable, apegándose a las reglas de temporadas, vedas y cuotas de extracción.

Pero como no todo es lindo ni perfecto, hay una espinita que sigue clavándose en mi corazón. La falta de profesionalización del servicio y la ignorancia absoluta sobre los vinos que llegan a las mesas de nuestros restaurantes, son problemas comunes en los locales porteños, incluso en aquellos donde se paga más de quince mil pesos por plato.

¿Qué pasa? La respuesta para mí es simple. Contrario a lo que la mayoría piensa, los chilenos bebemos poco vino y por lo mismo no sabemos apreciar su calidad. Nos falta cultura del vino. Así difícilmente un ciudadano común va a tener alguna idea de cómo abrir una botella o leer una etiqueta, sin dejar de mencionar la responsabilidad que les toca a los propietarios de restaurantes de darle un rol preponderante a estas prácticas.

¿Qué hacemos al respecto? Me gustaría sugerir la incorporación de vinos de mejor calidad, con procesos más naturales, de sabores menos comerciales y lotes más pequeños. Estoy segura que esos productores asumirán con gusto el compromiso de educar al personal para que entregue un mejor servicio.
Por otra parte, si consideramos que el mundo antiguo que conocíamos ‒pre pandemia‒ se rompió y se llevó consigo muchos de los grandes baluartes de la gastronomía porteña, la tarea que se nos viene a futuro no es fácil. Pero si queremos recuperar algo de la gracia y el glamour de Valparaíso, a nosotros como consumidores nos corresponde exigir un poco más a quienes hicieron de este mundo de la comida y el vino su profesión. La idea es poder seguir disfrutando de estos placeres que elevan nuestras vidas a niveles superiores.